Hoy todo el mundo tiene una opinión sobre todo. Y está bien. Pero también es cierto que no todas las opiniones valen lo mismo. En el debate público no alcanza con decir “yo pienso”. Lo que da peso a una postura —nos guste o no— son las razones que la sostienen, la evidencia que la respalda y la lógica que la conecta. Si queremos ciudadanos capaces de decidir en quién confiar, el sistema educativo tiene que entrenar ese músculo: enseñar desde chicos a distinguir entre afirmaciones y argumentos, y entre argumentos sólidos y débiles.
Vamos por partes. Una opinión es una conclusión; un argumento, el camino para llegar a ella. Un buen argumento deja claras sus premisas, se apoya en datos verificables y evita los saltos de fe. También anticipa críticas y reconoce lo que no sabe. Este estándar no es exclusivo de la universidad ni propiedad de los expertos. Se puede —y se debe— enseñar desde temprano, en todas las materias. Y como todo, se aprende practicando.
¿Qué pasa en la escuela cuando ponemos el foco en argumentar? Cambia el tipo de tareas. Aparecen menos “¿qué opinas?” al aire y más preguntas como “¿qué razones tienes?, ¿de dónde salen?, ¿cómo se comparan con otras?”. Cambia también la evaluación: se deja de premiar al que escribe más o coincide con el docente, y se empieza a valorar la calidad del razonamiento. También cambia la forma de conversar. De a poco, dejamos de confundir seguridad en el tono con solidez en la idea.
Un ejemplo concreto. Circula un video que dice que cierta política “va a arruinar la economía” porque “todos lo saben”. Antes de responder, se puede proponer al curso un ejercicio: mapear el argumento. ¿Qué se está afirmando exactamente?, ¿con qué pruebas?, ¿de dónde salen los datos?, ¿qué mecanismo causal se sugiere?, ¿qué alternativas se comparan?, ¿qué queda fuera del cuadro? Este tipo de análisis no suele terminar con una única respuesta. Pero sí abre mejores preguntas y deja en claro qué información falta.
Nada de esto requiere más horas de clase ni tecnología costosa. Lo que hace falta son hábitos. Verificar fuentes con lectura lateral. Escribir textos breves con citas. Organizar debates con roles rotativos. Usar rúbricas simples, compartidas con los estudiantes. Y dedicar momentos a revisar errores comunes como el ataque personal, los falsos dilemas o la selección sesgada de datos. Cuando aparece un error —porque va a aparecer— no se castiga, se trabaja con él.
Otro caso, más cotidiano: un influencer asegura que un estudio “prueba” los efectos milagrosos de un método, pero un informe técnico lo desmiente. ¿A quién creerle? A ninguno por reflejo. Hay que mirar qué tipo de evidencia presenta, si hubo grupo de control, si la muestra era suficiente, si los datos respaldan la conclusión, qué intereses hay detrás, y si el argumento resiste ejemplos que lo pongan a prueba. La confianza no se gana con carisma, ni con títulos ni con seguidores. Se construye con razones visibles, acumuladas y discutibles.
Formar este criterio tiene un propósito más amplio: fortalecer la democracia. Pedir razones le quita poder a los eslóganes vacíos y abre espacio para convivir en el disenso. No se trata de buscar unanimidad —que muchas veces es más bien señal de silencio que de acuerdo—, sino de fomentar desacuerdos bien fundamentados. La escuela puede y debe modelar esa cultura. Docentes que explican por qué eligen una estrategia. Directivos que justifican decisiones con datos. Estudiantes que cambian de opinión cuando aparece una razón mejor.
En medio del ruido que domina nuestra vida digital y cívica, la propuesta es sencilla y exigente a la vez: que cada afirmación venga acompañada de su argumento, y que aprendamos a evaluarlo. Quizás ese sea el aprendizaje más urgente hoy: dejar de guiarnos por las voces más fuertes y empezar a escuchar las razones mejor construidas.
Un último apunte. Avanzar en esta dirección también implica desarrollar una ética del intercambio. Humildad para revisar lo propio. Coraje para corregirse en público. Respeto para separar a la persona de su idea. Todo eso se puede practicar en clase. La pregunta final es simple: ¿y nosotros, los adultos, nos vamos a quedar atrás?
Por: Dr. Jaime Fauré, Carrera de Psicopedagogía de la Universidad Andrés Bello, Chile